El día 31 de octubre falleció mi madre. Desde el mes abril no se encontraba bien y le diagnosticaron una depresión. Depresión que luego resultó ser un tumor en el hígado. No voy a entrar en detalles porque, una vez más, la medicina no ha estado a la altura de lo que esperábamos y tengo demasiada rabia contenida.
He tardado en hacer esta entrada porque, en realidad, todavía no he asimilado su muerte.¿No la he asimilado o mi corazón se ha acostumbrado tanto a sufrir, se ha vuelto tan duro que ya está preparado para cualquier golpe?. Es que a veces me tengo que parar a pensar en que ya no está con nosotros, en que ya no la voy a volver a ver, que cómo es posible que pueda continuar con mi vida habitual. También es verdad que Laura no me deja mucho tiempo para pensar. La rutina de una niña de un año es la mejor terapia para enfrentarse al dolor y a la tristeza.
Me he enfrentado en el transcurso de dos años y medio a dos tipos de duelo. Si, dos tipos porque son duelos diferentes. La pérdida de Anna supuso la pérdida de una parte de mi, como si hubiera sufrido una amputación. La muerte de mi madre ha supuesto la pérdida de mi referente, una sensación intensa de desamparo.
Mi madre, Juanita, no había superado la muerte de Anna. Ni la había superado ni la hubiera llegado a superar nunca. Quizá entonces ya empecé a perderla un poco. ¡Cuántas veces me tenía que tragar mi propio dolor para animarla, para ayudarla a continuar!. La llegada de Laura llegó a apaciguar un poco esa angustia que sentía pero tampoco le ha dado mucho tiempo a disfrutarla.
Ahora, allá donde se encuentren, en su cielo particular, están juntas para siempre.